Para construir cualquier estructura sólida, primero debemos entender la naturaleza de sus cimientos. En nuestra exploración de la fe y la manifestación, el cimiento es nuestra concepción de Dios. Tradicionalmente, se nos ha enseñado a ver a Dios como una figura externa, un ser supremo separado de nosotros al que debemos suplicar y adorar desde la distancia.
Hoy, propongo una revisión radical de esa idea, una que, de hecho, se alinea con las enseñanzas más profundas de las escrituras y los místicos a lo largo de la historia. Dios no es un "él" o un "ella" en el cielo. Dios es el Yo Soy.
Cuando en los textos sagrados se le pregunta a la divinidad por su nombre, la respuesta es "Yo Soy el que Soy". Esta no es una evasiva; es la definición más precisa posible. Dios es la conciencia de ser. Es esa sensación fundamental, presente en cada uno de nosotros, de que existimos. Es su propia y maravillosa imaginación humana.
Cuando se dice que fuimos "creados a imagen y semejanza de Dios", no se refiere a una forma física. Se refiere a nuestra capacidad inherente para crear. Nuestra imaginación no es un simple mecanismo para la fantasía o el escapismo; es el taller de Dios. Es el lenguaje de la creación, el útero de la realidad. Todo lo que ha existido, desde una silla hasta una sinfonía, primero tuvo que ser imaginado.
Esta es la primera y más crucial verdad que debemos aceptar: somos uno con el poder creador del universo. No estamos separados de él. El "Padre" del que hablan las escrituras y el "Yo" dentro de nosotros somos uno. La oración, entonces, no es una petición a un ser externo, sino un acto de entrar en nuestra propia imaginación y asumir el sentimiento del deseo cumplido.
Cuando comprendemos esto, la dinámica del poder cambia drásticamente. Dejamos de ser mendigos que piden favores y nos convertimos en hijos e hijas que reclaman su herencia. Nos damos cuenta de que las estrellas no conceden deseos; el universo no es la fuente, sino la creación. La fuente, el poder operativo, la causa primera, es nuestra propia conciencia: el Dios interior.
Aceptar esta premisa requiere un cambio de percepción, pero es el primer paso indispensable. Si no sabemos quiénes somos realmente —seres creadores con el poder divino de la imaginación—, cualquier técnica o esfuerzo será como construir una casa sobre arena. Antes de aprender a manifestar, debemos reconocer al manifestador: Nosotros
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